Estados Unidos ha sido la fuerza económica dominante en el mundo durante los últimos setenta años.
Ahora, sin embargo, gracias al poder de la globalización la balanza se ha movido, o equilibrado, y más personas de países en vías de desarrollo son capaces de disfrutar de una mayor prosperidad.
No se desea reemplazar a Estados Unidos, pero para la mayoría de observadores un cambio gradual desde la hegemonía que lleve al desarrollo igualitario y el beneficio mutuo no parece ser contraproducente.
Para muchos, la política –y el comercio– tiene matices. El compromiso no siempre garantiza el elogio, pero en el campo de la diplomacia y la negociación es el camino hacia el progreso.
Sin embargo, para el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, el comercio es una cuestión de blanco o negro. Según su perspectiva de suma-cero, la idea de un desarrollo común no tiene sentido. Si a otro país le va bien, debe de significar que Estados Unidos está perdiendo.
Es por esta razón que, como indica Paul Waldman en el Washington Post, Trump siempre piensa que el resto del mundo “se ríe de nosotros” en el ámbito comercial.
“Si importamos algo de otro país, incluso cuando una ventaja significativa muestra que es perfectamente razonable hacerlo”, apunta Waldman, “entonces el otro país ha ‘ganado’ y Estados Unidos ha ‘perdido’”.
Según esta mentalidad, y llevándola al extremo, Estados Unidos debería fabricar cada cosa que necesita, exportar y olvidarse de importar. El comercio libre es algo bueno siempre y cuando Washington tenga ventaja.
Y no es como si el sistema no hubiese funcionado para la mayoría de los estadounidenses, ciudadanos de las familias más ricas del país con rentas disponibles altas, si no desiguales.
Aun así, Trump observa el éxito de otros países y en vez de buscar oportunidades para todos, cree que Estados Unidos ha sido engañado. Quiere saquear parte de la riqueza que él considera que les ha sido “arrebatada” injustamente y navegar por su cuenta, con cadenas globales de distribución rotas y multinacionales estadounidenses obligadas a volver.
La globalización no ha creado mercados competitivos que beneficien a los consumidores y negocios estadounidenses, según el presidente de Estados Unidos. Ha robado los empleos que, por derecho, pertenecen a los estadounidenses.
Claro que todos los líderes desean una economía fuerte y algunos cuestionan las inconsistencias del sistema global de comercio.
Sin embargo, en vez de trabajar sobre las estructuras ya existentes para enfrentarse a estas reclamaciones, Trump busca romperlas sin prestar mucha atención a las consecuencias.
En vez de trabajar en conjunto para arreglar los fallos de la economía estadounidense –una infraestructura que se desmorona, baja productividad, la falta de un entrenamiento para el mundo moderno, la brecha salarial– Trump anhela una era ya desfasada mientras divide a Estados Unidos y culpa a los de fuera.
En un mundo cada vez más conectado, en el que más países compiten y cooperan por un beneficio mutuo, Trump parece ver el mundo exterior sólo como una amenaza para Estados Unidos.
Ataca a sus aliados tradicionales, sale de acuerdos multilaterales y aspira a cercenar el sistema global de comercio en su intento por reconstruir un Estados Unidos de antaño.
La retórica quizá le resulte atractiva a algunos este año de elecciones a mitad de mandato. Pero el mundo ha seguido adelante. Los productos se fabrican fuera de las fronteras del país. Las cadenas de distribución son globales. Los negocios y consumidores de Estados Unidos y de cualquier otra parte del mundo sufrirán los efectos de esa perspectiva obsoleta.
El camino del nacionalismo económico de Estados Unidos está avanzando hacia una sola dirección: menos riqueza y menos empleo para todos, estadounidenses incluidos.
Fuente CGTN